martes, 27 de noviembre de 2007

Inoportuna




Todos los allí presentes sabíamos que se nos acababa el tiempo, que por increíble que pareciese estaba llegando ese momento del que siempre habíamos evitado hablar a lo largo de nuestra vida, porque lo creíamos lejano, e incluso en algunos momentos de ilusión, inexistente.


Pero ahora olíamos la muerte tan cerca, que la gente de mi alrededor olvidó la capa de dignidad hipócrita que nos envuelve cuando la creemos lejos, y comenzó a suplicar el perdón de todos los dioses, confesando a gritos y de rodillas sus más horribles pecados.


Yo no sabía si comenzar también por los míos, no fuera que toda aquella gente se salvase de la angustia eterna, y yo, por rezagada, como siempre, me fuera derecha al infierno.


Todas estas ideas absurdas venían a mi cabeza porque de repente por mi mente comenzaron a desfilar todas las “sor” de mi vida explicando las acciones que me llevarían al cielo y las que me llevarían al infierno.


Recordé también las clases en la que aquellos pesados Cristos de madera se sujetaban milagrosamente de la pared.


Y me acordé vagamente de las oraciones que rezaba cuando era pequeña, y del orden de los mandamientos, a pesar de que con el paso del tiempo había renegado de ellos.


Ya iba a empezar a recitar en voz alta un padrenuestro algo improvisado(pues había descubierto que con la falta de costumbre, a pesar de mi momentánea lucidez religiosa, seguía mezclando trozos del Avemaría, del Credo y del Yo Pecador, como si fuese todo en el mismo saco de oraciones precipitadas), cuando me sorprendió oír detrás de mí a una mujer musulmana encomendándose a Alá.


El ataque cristiano-radical que estaba sufriendo en esos momentos cesó por un instante y me di cuenta de que aquella mujer realmente creía en cada palabra que salía de su boca, no como yo, que solo estaba segura de que en mi religión se acostumbraba a decir amén tras cada oración.


Pero no solo aquella mujer creía con fervor las palabras que dirigía a su dios. Algunos se encomendaban a Alá como ella, otros A mil Vírgenes distintas y otros incluso a las divinidades egipcias. Pero todo lo hacían con una devoción sagrada.


Fue entonces cuando decidí, casi instintivamente , encomendarme a ti.


Y medio sonreí en la sombra, comprendiendo en ese momento que siempre tuviste razón cuando decías que tengo la maldita costumbre de acordarme de ti solo en los momentos más inoportunos...

3 comentarios:

Elros dijo...

Por qué será que antes o después tendemos a divinizar a la persona que queremos... aunque también suela terminar demonizada más tarde o más temprano...

Ay... si es que La Celestina (mi clásico favorito) ha marcado a generaciones y generaciones en las cosas del amar (aunque espero por el bien de todos que no demasiado): "Melibeo soy y a Melibea adoro, en Melibea creo, y a Melibea amo".

En fin, sorry, que ya salió el filólogo... ;-P

Precioso escrito Clara, qué bueno tenerte de vuelta.

Besicos celestinescos!

Anónimo dijo...

Así que "inzivilizado hombre de provecho..." jajajaja, qué gracioso.
Estoy avergonzado porque es la primera vez que entro en tu blog, what a vergüenza!!
Prometo entrar mucho!

Besos

Vanlat dijo...

Clara...
Sólo ¡Hola Penélope! y espero que entonces me reconozcas jajajaja
Casualidades de la vida... ¿o tú ya lo sabías?