sábado, 19 de junio de 2010

Poemica publicado en la Revista Turia

21 de Noviembre de 1921


"Era un hombre clarividente, demasiado sabio para poder vivir, demasiado débil para querer luchar; pero su debilidad era la de los hombres nobles y rectos, que son incapaces de luchar contra el miedo, la incomprensión, la falta de amor y la hipocresía, y que conocedores de su incapacidad, prefieren rendirse avergonzando así al vencedor".


Milena Jesenská





Antes de ayer soñé contigo.

Volvía a repetirse la misma imagen que introduce todos mis sueños, sean cuales sean, como un parte de noticias de nuestro amor, aunque la nueva siempre es la misma y a pesar de ello nunca termino de acostumbrarme. Estamos muertos y juntos y te digo que la muerte es una musa vengativa que me castiga por cada vuelo de tus días. Nos entrega móviles de cuna de los que cuelgan luciérnagas y nos reta a buscar a nuestros hijos con su luz, lamiéndose los labios, ávida de espectáculo triste. Tú me desesperas porque apareces bobalicón y flojo, como una foca amaestrada, meciendo las luciérnagas por todos los huecos de nuestros huesos, incapaz de enfrentarte a la muerte y disimulando ante ella lo que ya sabe, que nunca tendremos hijos.

Ayer soñé contigo.

Reías, histérico. De cada poro de tu piel salían gotas de sudor negras que saltaban a mis manos y se ordenaban formando un mensaje:

"Por fín soy la letra de mi vida. Ya no habrá más sintáxis que no salga de mi vesícula. Un calamar. Un calamar autodidacta".

Entonces reventaba tu sonrisa, cubriéndome entera de semen de cucaracha.

Anoche soñé contigo.

Tenías mucha prisa, debías conseguir como fuera y en el menor tiempo posible un combustible secreto. Después de perseguirte en un sinfín de lazos enladrillados, lo confesaste:

"Quiero sangre para hacer funcionar todos los trapecios del mundo".

Me alegré, no se por qué, de esta voluntad. Y tú, sin embargo, no parabas de repetirte, asustado, que confiabas en que tu piel te protegería de las otras pieles a lo largo de tu misión. Quise ayudarte, pero no me dejaste, tanto te preocupaba que yo me pudiera contagiar de poesía que me encerraste en tu papelera.

Perdóname, pero a cada rato me palpaba el cuerpo. Estaba convencida de que me ibas a incinerar allí a mí también, junto a las ideas que no recuerdas haber tenido. Desde mis centímetros de topo te gritaba:

"¿Quién las escribe entonces?".

Y te oía decir:

"Las colocan allí para que piensen que he sido yo. Se burlan de mí. Lo creo al principio, después ya no. Subo y bajo del cielo al infierno. Pero las devuelvo una a una. Son un racimo de segundos de brillo".

Ahora, mientras escribo ésto, estoy despierta.

Te recuerdo que no ha de tener miedo quien puede utilizar cuando quiera el lino de sus pulmones para volar.