No podía haber sido
de otra forma:
cuando la mujer sapo
llegó a la ciudad
la humedad fue su trinchera.
Algunos días,
al salir de la ducha,
desnuda ante el espejo,
esperaba a que se descubriera en él
lo que no se veía a simple vista:
las órdenes exhaladas
por soldados ancestrales
que le habían visitado
durante el retiro de la lluvia.
Y su piel, que se había convertido
en piel de guerra
gracias a las esencias
que parecían inocentes
en sus trajes de ocasión,
pero que también tenían
una misión combativa.
Otros días,
se colaba el agua en los botes
de champú,
y se formaba un nuevo elemento
que le hacía recordar los días de mar
de la infancia,
cuando para hacer el foso
del castillo de arena
tenía que excavar con las manos
la nueva materia
en la que se mezclaban
trozos de enemigos y crines de dragón.
Y esa era la única vez
que su realidad era mejor
que su fantasía,
porque para construir ese
nicho acuático,
debía atravesar el agua
y atravesar la tierra.
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