sábado, 29 de mayo de 2010

Nota de Pessoa sobre Alberto Caeiro, uno de sus principales heterónimos








Alberto Caeiro nunca ha guardado rebaños, pero es un pastor. Es un hombre de campo que casi no ha sido contaminado por la cultura; su educación fue escasa y todos sus poemas están escritos en verso libre, con un tono coloquial y discursivo que no teme a las repeticiones de palabras. Su ser, su alma, es algo más de la naturaleza.

Para él, ser inocente es no pensar, no buscar un sentido íntimo de las cosas: “Amar é a eterna inocência, / e a única inocência é não pensar...”, escribe. Caeiro busca ser natural como el sol para estar más allá de la moral:


“A luz do sol não sabe o que faz
E por isso não erra e é commum e boa.”


Alberto Caeiro no se detiene a pensar en que lo que hace sea bueno o malo. La inmediatez, la no mediación de una conciencia entre las cosas mismas y él, la obtiene mediante una suspensión del juicio; y ésta inmediatez, le confiere, a un mismo tiempo, la salud y la inocencia de la naturaleza. Así Caeiro se parece cada vez más a un árbol, o a la luz del sol; tiene, gracias al fluir espontáneo e irreflexivo de su actividad, la inocencia de los elementos:







TODOS LOS DÍAS DESPIERTO AHORA CON ALEGRÍA Y PENA

Todos los días despierto ahora con alegría y pena.
En otros tiempos me despertaba sin ninguna sensación: despertaba.
Tengo alegría y pena por perder lo que sueño
y porque en la realidad puedo estar donde está lo que sueño.
No sé lo que he de hacer con mis sensaciones.
No sé lo que he de ser conmigo a solas.
Quiero que ella me diga algo para despertar de nuevo.






SI DESPUÉS DE MORIR QUERÉIS ESCRIBIR MI BIOGRAFÍA

Si después de morir queréis escribir mi biografía
no hay nada más sencillo.
Tiene sólo dos fechas: la de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre una y otra todos los días son míos.

Soy fácil de definir.
Vi con furia.
Amé las cosas sin ningún sentimentalismo.
Nunca tuve un deseo que no pudiese realizar, porque nunca cegué.
Incluso oír nunca fue para mí más que un acompañamiento de ver.
Comprendí que las cosas son reales y diferentes, todas, las unas de las otras;
lo comprendí con los ojos, nunca con el pensamiento.
Comprenderlo con el pensamiento sería encontrarlas a todas iguales.
Un día me vino el sueño, como a cualquier niño.
Cerré los ojos y dormí.
Y además, fui el único poeta de la Naturaleza.







V

Bastante metafísica hay en no pensar en nada.

¿Qué pienso yo del mundo?
¡Yo qué sé lo que pienso del mundo!
Me pondría a pensarlo si enfermara.

¿Qué idea tengo de las cosas?
¿Qué opinión es la mía sobre causas y efectos?
¿Qué he meditado sobre Dios y el alma
y sobre la creación del Mundo?
No sé. Pensarlo es para mí cerrar los ojos
y no pensar. Es correr las cortinas
de mi ventana (que no tiene cortinas).

¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo qué es el misterio!
El único misterio es que haya quien piense en el misterio.
Quien está al sol y cierra los ojos
al principio no sabe qué es el sol
y piensa muchas cosas llenas de calor.
Mas abre los ojos y ve el sol
y no puede ya pensar en nada
porque la luz del sol vale más que los pensamientos
de todos los filósofos y de todos los poetas.
La luz del sol no sabe lo que hace
Y por eso no yerra y es común y es buena.

¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen esos árboles?
La de ser verdes, la de tener copa y ramas,
y la de dar fruto a su hora, y eso no nos hace pensar
que no sabemos darnos cuenta de ellos.
¿Habrá mejor metafísica que la suya
de no saber para qué viven
ni saber que no lo saben?

«Constitución íntima de las cosas»...
«Sentido íntimo del universo»...
Todo eso es falso, todo eso no quiere decir nada.
Increíble, que se puedan pensar cosas así.
Es como pensar en razones y fines
cuando empieza a rayar la mañana y allá por la arboleda
un vago oro lustroso va perdiendo oscuridad.

Pensar en el sentido íntimo de las cosas
es sobreañadir, es como pensar en la salud
o llevar un vaso al agua de los manantiales.

El único sentido íntimo de las cosas
es el de no tener íntimo sentido alguno.

No creo en Dios porque nunca lo he visto.
Si él quisiera que yo creyese en él
vendría sin duda a hablar conmigo,
y cruzada mi puerta, casa adentro,
me diría: ¡Aquí estoy!

(Esto tal vez suene ridículo al oído
de quien, por no saber qué sea el mirar a las cosas,
no entiende al que habla de ellas
con el modo de hablar que el fijarse en ellas nos enseña.)

Pero si Dios es las flores y los árboles
y los montes y el luar y el sol,
¿por qué llamarle Dios?
Le llamo flores y árboles y sol y luar y montes;
porque si él se hizo, para que yo lo viese,
sol y luar y montes y árboles y flores,
si ante mí aparece como árboles y flores,
y luar y sol y flores
es porque quiere que yo le conozca
como árboles y montes y flores y luar y sol.

Y por eso obedezco
(¿qué más sé yo de Dios que Dios no sepa de sí mismo?).
Le obedezco al vivir tan espontáneamente
como quien abre los ojos y ve,
y le llamo luar y sol y flores y árboles y montes,
y le amo sin pensar en él,
y lo pienso al ver y oír,
y ando con él a todas horas.

1 comentario:

Clara dijo...

Gracias! Un saludo.