Nunca me gustó ir a la peluquería.
En mi preadolescencia y adolescencia, a mi aparato dental y mis gafas de culo de vaso había que unirles una tendencia al enredón más que considerable.
Puede que fuera durante muchos años la chica mas despeinada de la región, para absoluto desespero de mi madre, que siempre ha llevado la expresión "correcto" aleteando sobre el manto dorado de su cabeza.
Ella era la única que de vez en cuando conseguía concertar para mí una cita en algún salón de belleza para que sanearan o modernizasen mis rizos. Y cuando esto pasaba, vivía la experiencia como un trauma verdadero.
El día de la cita con el peluquero me levantaba nerviosa, como presagiando algo malo, y no dejaba de pensar en la sonrisita estúpida que el "embellecedor" de turno iba a dirigir a través del espejo azul de su salita de beauté a mis enredones de colegiala fea.
Digo esto porque me acuerdo ahora de uno de los primeros peluqueros a los que confié mis greñas.
Él era un artista de la tijera, que regentaba un prestigioso salón de belleza en el centro de la ciudad y que logró convencerme a los quince años de que con unos reflejos rubios sobre mis rizos morenos estaría mucho más favorecida y que si me cortaba el pelo a la altura de las orejas dejando que mis ondas salvajes (él nunca llamó a los rizos rizos, sino ondas salvajes) se dispararan por su cuenta iba a dar una imagen mucho mas casual, fresca y desenfadada.
Yo no quería, lo juro.
Hubiera matado antes que dejar que ese imitador de Lauren Postigo me tocara un pelo. Pero sin embargo aparenté estar encantada con el cambio radical porque me miró de esa manera.
De esa manera me miran todavía ahora los profesionales de la belleza.
Como con miedo y lástima. Con desazón e incredulidad. Como si tuvieran delante a un marciano.
Entonces esa mirada me afectaba muchísimo, y dominaba cualquier rasgo de rebeldía en mí, me dejaba hacer por absoluta inercia. No tenía sentido que me negara a los cambios propuestos por mi peluquero porque su mirada me decía que me hiciera lo que me hiciera en las greñas nunca iba a ser un chica deslumbrante.
"Déjate hacer" me decían sus ojos "porque al fin y al cabo a ningún otro se le va a ocurrir nada que te salve"
No solo eran mis rasgos complicados, y mi pelo particular. También era yo misma, mi forma de analizar a la gente que entraba en el salón, mi incapacidad para mantener una conversación de cortesía con las demás clientas, mi sonrisa forzada en saludos, despedidas y recuerdos , mi súbita rojez en las mejillas y angustia en el pecho cuando el peluquero o alguna de sus ayudantes me informaban (como si yo solita no me hubiera dado cuenta ya) de lo poquísimo que me parecía a mi madre, tan rubia y ojoverdosa ella.
Cuando dejé de ir a esa carísima peluquería donde tan mal lo pasaba y donde me veía obligada a fingir maravilloso asombro ante cada barbarie que el peluquero jefe sometía a mis pelos, me decidí por las peluquerías del barrio, donde por lo menos no me dejaría la paga de un mes en ponerme cada vez más y más fea.
También decidí no volver a mirarme nunca más en los espejos de las peluquerías mientras me cortaban , me peinaban o me secaban el pelo.
Comencé a meter en mi bolso gruesos libros que procuraba fuesen lo suficientemente densos y complicados como para obligarme a no levantar la vista de las líneas en todo el ritual capilar.
No creo haber sentido nunca tal desolación como la que he sentido cuando he encontrado mi triste imagen en el reflejo de un espejo de peluquería.
Me siento sola y fea. Me siento anodina. Una figura sin formas definidas, un borrón extraño que transmite oscuridad y desespero.
Me forjé pues una imagen de rata de biblioteca entre la gente del barrio. Pero sobre todo me forjé una imagen de chica solitaria y extraña.
Porque esa es otra. No me gusta que me acompañen a la peluquería. No me gusta que nadie me vea en ese trance.
Incluso a veces cuando alguien me pregunta si he ido a la peluquería desvío el tema como si con esa pregunta se metieran en terreno vedado.
No transmito desespero entonces, pero no puedo evitar incomodarme cuando presiento que alguien se aproxima a hacerme un cumplido cortés al ver algún cambio en la forma de mi pelo.
Tengo un sentimiento ambiguo con los piropos , y esque la mayoría de las veces los creo mentiras piadosas. Y supongo que ésto proviene de aquel peluquero jefe que se empeñaba en decirme una y otra vez que con el pelo rubio y corto estaba divina, divina. Con dos cojones.
Sin embargo a veces en éstas visitas a mi infierno particular me encuentro con algún ángel de resurreción que se apiada de mí.
No me caen especialmente bien ni especialmente mal las peluqueras, esteticistas y demás fauna del acicalamiento, nuestra relación es distante y fría, pero alguna vez me atiende alguna muchacha con aires de Natalie Portman, sencilla, tierna y despierta, que me peina como todas pero yo siento que también me está curando alguna herida interna.
Y pienso que algunas peluqueras de barrio son las mujeres mas hermosas y gráciles del mundo.
Solo con ellas soy capaz de levantar de vez en cuando los ojos de mi lectura engorrosa y mantenerlos en el reflejo de mi nuevo peinado un minuto, dos.
No soy lesbiana, pero en esos momentos sufro algo parecido al flechazo amoroso, y me invade un sentimiento de culpabilidad inmenso por no haber sido un poco mas amable y dicharachera con todas las peluqueras que han sufrido mis rizos odiosos durante toda mi vida y tantas ganas de dejar de ser así de taciturna y perdida y convertirme en una chica alegre y dulce, con esa ligereza vital y esa devoción por el agrado ajeno al estilo de mi salvadora.
Lo deseo de veras.
3 comentarios:
ja.ja..eres una dulce combinación..tampoco está mal el resultado..besos.
un poco largo ,pero llegue al final
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uy, creí haber escrito un comentario aquí... ná, decía que no te crees ni tú lo de las gafas de culo de vaso!!!
este poema se lo llevaré a "mi" peluquera. si te acuerdas, pregúntame pourquoi. muak.
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